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lunes, 4 de septiembre de 2017

Al que madruga dios le ayuda

Hoy me levanté a las 4 de la mañana. Llevaba un buen tiempo sin levantarme tan temprano a menos que algo extraordinario sucediera como un vuelo matutino, o un viaje a algún lugar en carro. Hoy también se trataba de un viaje, esta vez de trabajo a una ciudad finlandesa llamada Jyväskyla situada digamos que en el medio de la nada, y debía tomar un tren a las cinco de la mañana. No estoy muy acostumbrada a viajar en trenes, ya que los trenes en mi país dejaron de funcionar hace décadas, pero ya que en Francia viajaba bastante en tren sé que una de las grandes ventajas es que basta con llegar a la estación unos diez minutos antes. No es lo mismo con el aeropuerto, claramente, ya que hay que pasar por todo el proceso de chequear maletas, pasar por seguridad y abordar treinta minutos antes. Recuerdo que cuando viajábamos a algún lugar desde Bogotá con mis papás siempre salíamos al aeropuerto con cuatro horas de anticipación. Vivíamos muy lejos del aeropuerto y los trancones de la ciudad eran impredecibles así que si teníamos un vuelo matutino, levantarse temprano, incluso a las tres de la mañana era la regla.



En Latinoamérica en general, la vida siempre comienza más temprano que en el resto del mundo. Entre seis y siete de la mañana las calles ya están llenas de gente desplazándose hacia sus trabajos, vendedores de comida ambulante, ruido, hay una penumbra que da paso a la luz. A las seis amanece, todos los santos días. Nunca cuestioné nuestra “matutinidad” hasta que vine a vivir a europa, ya que aquí los horarios de las personas dependen un poco más de las estaciones y comienzan sus trabajos más tarde (sobre todo de oficina). Hay personas que realmente sufren con levantarse temprano y están en un estado de inercia durante un par de horas después de salir de la cama, pero a mi esto nunca me sucedió, de hecho apenas me levanto me siento llena de energía y hago mil cosas ya que toda la vida madrugué. Todos los días mis hermanas y yo nos levantábamos a las cinco de la mañana cuando aún era de noche y cuando nos venía a recoger la ruta del colegio ya empezaba a amanecer. Mi mamá nos acompañaba, ya que nunca logró levantarse tarde. 



Madrugar era cosa de familia, sobre todo de la familia de mi mamá. Mis abuelos se levantaban todos los días a las cinco de la mañana y a las seis ya estaban desayunando antes de salir para el trabajo, mi abuelo dirigiendo su empresa y mi abuela en su consultorio ginecológico. Aún hoy en día mi abuela, de noventa y seis años, guarda esa costumbre y me repite sin cesar: “al que madruga dios le ayuda”, y en parte moldeó nuestra manera de funcionar en el día a día. 


Siempre me gustó madrugar, a pesar del frío con el que la noche acogía al día o a pesar del estado letárgico de ciertas personas a las que les tomaba un tiempo estar en plena consciencia. Pero levantarse temprano para ir a estudiar es diferente de levantarse temprano para ir a trabajar. El primer trabajo en el que tenía que madrugar fue en un hotel en Francia. Debía llegar a las seis antes del desayuno para asegurarme que todo funcionara. Eran días dificiles, de mucho trabajo desde temprano y a veces hacía jornadas continuas de diecinueve horas, por fortuna era un trabajo que hacía solo los fines de semana. Mi segundo trabajo, esta vez de seis días a la semana, fue en la escuela de lenguas Berlitz en la que comenzaba todos los días a las seis de la mañana porque ciertos alumnos querían llegar a sus trabajos a horarios normales, y debía levantarme a las cuatro de la mañana. Siempre llegaba al trabajo de buen humor en la mañana pero ciertos profesores aún estaban hibernando y tenían caras largas, lo que me causaba cierta gracia ya que sus alumnos con certeza iban a llegar con caras aún más largas. Nadie llegaba a un curso de inglés corporativo a las seis de la mañana lleno de ganas de vivir, era todo lo contrario ya que eran cursos obligatorios pagados por la empresa. Muchas veces los alumnos aún estaban somnolientos y grises y la responsabilidad de traer alegría y energía era toda mía, lo que no me molestaba en lo más mínimo ya que la costumbre había hecho de mí una persona que funciona realmente bien en las mañanas. Esto duró dos años, pero lo más difícil nunca fue levantarse temprano pero sí acostarse tarde, ya que muchas veces debía trabajar hasta las nueve de la noche y terminaba exhausta. 

En Finlandia las personas se levantan relativamente temprano pero nada se compara a nuestro ritmo latinoamericano ya que tienen la posibilidad de llegar al trabajo entre las siete y las nueve. Yo he guardado esta costumbre aunque ya no me levanto a las cinco pero a las seis y hago ejercicio y me preparo el desayuno por las mañanas, un lujo que antes no tenía, así aprovecho mis mañanas al máximo y puedo trabajar de la mejor manera posible. Pero hoy, al levantarme a las cuatro, me sentí de nuevo como en Colombia. Sentí como si este fuera mi ritmo rutinario, como si siempre lo hubiera sido, una sensación bastante extraña. Me preparé, desayuné, y bajé a tomar el bus. Llegué a la parada quince minutos más temprano, y esperé el bus bajo un viento helado. Cuando el bus llegó, vi algo que no me sorprendió, pero que me recordó una realidad a veces cruda. Al entrar al bus no vi a finlandeses pero si a africanos, latinos y  rusos adormecidos. De repente, me vino un recuerdo a la mente. Fue en un tren hacia Disneylandia en Paris a las seis de la mañana, yo era la única pendeja en el tren que iba allá a divertirse, todas las personas sentadas a mi alrededor, senegaleses, congoleses, hindús, marroquís, todos silenciosos y cansados iban a trabajar. Yo me quejaba de haberme tenido que levantar a las cuatro para ir a Disney pero para ellos era su día a día.

Al darme cuenta de esto pensé en mi propia situación. Sí, en Colombia una gran mayoría nos levantamos temprano, y yo no era una excepción pero también están aquellos que se levantan a las tres o a las cuatro, que se suben en buses saturados de gente para ir a trabajos ingratos. Hay una relación cruda entre la explotación y la madrugada. Pienso que ese proverbio de "al que madruga dios le ayuda" fue inventado justamente por aquellas personas que tenían que madrugar para encontrar una cierta consolación en su situación precaria, pues a mi parecer, diría que dios se olvidó de los que madrugan.

Volver a aquella rutina de la madrugada me trajo muchos recuerdos, no diría que son buenos recuerdos, simplemente una sensación de normalidad. Reminiscencias de desayunos apresurados, del frío con el que la noche se despide, de la carrera contra el tiempo. Pero fue aún más extraño subirse en aquel bus, como si yo misma fuera de nuevo parte de aquel grupo de trabajadores anónimos a los que nadie agradece: recogedores de basura, obreros, cocineros, recpecionistas, limpiadores, conductores, el motor que impulsa a la ciudad. No sentí nada de nostalgia, pero un cierto alivio. 


Escribo esto desde el tren, y son las seis de la mañana. Hace tiempo estoy buscando inspiración y hoy, la madrugada me la ha dado.

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