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lunes, 6 de marzo de 2017

Mis viajes a San Petersburgo

Previamente les conté la experiencia de mi primer viaje a Rusia hace dos años. Era la primera vez que iba y estaba muy emocionada de conocer el país sobre el que tanto estudié y leí, ese país que por su historia también cambió la historia del mundo.

Después de aquella vez regresé a San Petersburgo con mi hermanita de turista, y volví a visitar los mismos lugares que había visitado anteriormente: la catedral de la sangre derramada, el Hermitage y el centro. Resulta que abril es la mejor época para ir a San Petersburgo porque no hay filas para entrar al Hermitage. Fuimos en Abril 2015 y no lo sabíamos pero Rusia entera se estaba preparando para las conmemoraciones de los 70 años de la victoria sobre Alemania nazi. Había una orquesta militar tocando afuera del Hermitage que nos dejó boquiabiertas, pues nunca había visto algo tan impresionante y que demostrara tanto poder y orgullo como aquella orquesta. En ese momento se acercó un periodista filmando para preguntarme qué pensaba de Rusia y de la orquesta y le dije que me encantaba y que estaba realmente sorprendida, al parecer esa respuesta le gustó. Era una entrevista para el canal militar. El clima era horroroso (algo a lo que ya estoy acostumbrada en Finlandia) y un día nos cogió la lluvia en la calle y nos metimos a la primera iglesia que apareció. Nunca había entrado a una iglesia ortodoxa no turística y lo que vi me sorprendió: mujeres con la cabeza cubierta besando retratos de santos, un señor barbudo cantando y sosteniendo algo en su mano, y todos observándonos como si fuéramos locas por no tener la cabeza cubierta y no besar pinturas. Salimos corriendo de allí y esa experiencia me dejó con ganas de conocer más de la verdadera Rusia, la historia de su gente, su comida, como viven los rusos de verdad. Por eso decidí regresar, esta vez junto a una amiga tailandesa cuya suegra es de San Petersburgo y nos propuso quedarnos en su casa.



La famosa entrevista


El bus que sale de Helsinki pasa por Víborg, una ciudad muy antigua que antes perteneció a Suecia y a Finlandia y que en la época de los zares fue uno de los anfiteatros de la revolución, pues fueron los obreros que en ella vivían que se sublevaron contra el poder imperial. Me da una cierta nostalgia pasar por Víborg, y es en esos momentos en los que entiendo un poco más el concepto de alma rusa. En Víborg solo se ven fábricas abandonadas a cada lado de las vías, un recordatorio de épocas pasadas en las que Rusia era uno de los países con más industria y más poderosos del mundo. Ahora Vyborg es una ciudad que yace junto al golfo de Finlandia con una historia de guerra, revolución y decadencia, y cuando se pasa junto a sus fábricas solitarias, sus edificios vetustos y su iglesia arrugada, es imposible no sentir nostalgia. La entrada a San Petersburgo es un poco similar, sin embargo a lo lejos se ven los suburbios de los nuevos ricos con edificios altísimos y grandes supermercados, y tráfico por doquier. Es increíble que San Petersburgo quede a sólo 3 horas de Helsinki y sin embargo la frontera muestra un contraste increíble, aunque el clima siga siendo el mismo.
Una de las muchas fábricas abandonas de Víborg
Cuando nos bajamos del bus, nos recibió una lluvia torrencial y nos refugiamos en la estación. Estábamos esperando a Olya, la suegra de mi amiga y mientras tanto empezamos a explorar los alrededores de la estación. San Petersburgo es, a diferencia de Helsinki, una ciudad que no para. Los negocios están abiertos casi 24 horas, siempre hay gente por todos lados y hay vigilancia militar en casi todas partes. A la entrada de la estación siempre se encuentran mujeres o hombres con un sombrero de piel ruso que tiene una estrella en el medio. Algo que me sorprendió fue ver a ancianos, sentados a los lados de la estación vendiendo vegetales o flores. Es una situación muy triste pues son lo principales afectados por la crisis, y deben rebuscársela como puedan para sobrevivir, algo que los colombianos conocemos muy bien. Sentí el corazón arrugado, imaginándome a mi abuelita tener que sentarse en el frío al exterior de una estación para conseguir algunos pesos.

En general, la primera impresión que se tiene de los rusos es de seres fríos y poco amigables que no saben lo que es sonreír. Es verdad que la gente que se ve en la calle o que trabaja para el gobierno puede llegar a ser tosca pero son en realidad personas muy cariñosas, generosas y comunitarias. Por lo menos Olya me demostró todo lo contrario de lo que pensaba. Olya nos vino a recoger en metro a la estación. Nos compró nuestros tiquetes de metro y nos llevo hasta su casa en la que nos recibió en con comida y había preparado postres también, se notaba que había estado cocinando todo el día. Me sorprendió aquel recibimiento pues yo para ella era una extraña, la amiga de su nuera. Olya vive en un típico apartamento soviético. Un apartamento de unos 60m2 con un largo pasillo, dos cuartos y una cocina pequeña que los hipsters llamarían vintage. Ella vive en ese apartamento desde hace 40 años y antes solía compartirlo con sus dos hijos, su marido y sus padres pero ahora está sola. Al acabarse el comunismo el estado le regaló los apartamentos a sus inquilinos y el edificio en sí no le pertenece a nadie lo que significa que nadie le hace manutención. Aquel que ha ido a Rusia sabe de qué estoy hablando. Las fachadas se están cayendo, y son edificios que parecen abandonados pero familias enteras viven en ellos. Algunas personas afectadas por la crisis y nostálgicas del comunismo incluso comparten apartamentos con otras familias, entonces todo aquel que dice querer privacidad tiene que olvidarse de ello. Pero lo más exótico de toda la experiencia es la entrada al edificio y los pasillos comunes. La gente sale a fumar en ellos, las paredes están llenas de grafitis y huele a orines de gato, los ascensores son vetustos pero las personas aún los usan, y algunas partes de las escaleras se han caído. Al ver esto me sentí como en una película, pensé que esto no existía en la vida real, pero sí. Así viven los rusos.

Olya habla un poco de inglés así que con lo metida que soy le empecé a preguntar por su vida y su familia. Me contó que son judíos todos, me contó que a su abuelo lo desaparecieron durante la época del comunismo y nunca supieron qué le había pasado ni pudieron enterrarlo. Me contó que sufrieron muchos prejuicios por sus orígenes durante la época soviética pero que de cierta manera (un poco masoquista) las cosas eran mejores en aquella época pues todo el mundo tenía trabajo, comida y un techo. Ella trabajaba como ingeniera y ahora trabaja como secretaria en una fábrica y le pagaban muy poco, su salario no le alcanzaba para sobrevivir. Me dijo que para los judíos era mejor irse del país pues los rusos tenían tendencia a culparlos de todo lo malo que sucedía y también me mostró las fotos de cuando fue al campamento de verano soviético en el que me dijo que se había divertido muchísimo. Olya es una mujer elegante que siempre está peinada y maquillada. Nunca se queja y siempre sonríe y abraza a los demás. Cuando salíamos a la calle, decididas a caminar durante horas por la inmensa San Petersburgo ella se ponía tacones y nunca se quejaba, ni siquiera cuando llegábamos al apartamento y tenía los pies hinchados.

El palacio de Caterina
Los Rusos son conocidos por su tristeza nostálgica y su pasado imperial, dos elementos que se pueden llegar a mezclar perfectamente, en una añoranza eterna de tiempos que fueron mucho mejores. Tuve un ejemplo perfecto de ese concepto cuando Olya nos llevó al Palacio de Caterina situado al sur de la ciudad. Era un día soleado y había mucha gente visitando el palacio y un flautista estaba tocando melodías en los jardines. De repente vi a Olya paralizada, sonriendo y con los ojos aguados y entendí que tenía una historia con esa canción así que me senté a filmarla a escondidas. Me salieron lágrimas en los ojos también al verla, y cuando acabó la canción me contó que la había bailado con su marido en su matrimonio. Se había separado el año anterior de él después de 30 años de vida juntos y era la primera vez que oía la canción desde el día en que se casaron.

De cierta manera Rusia me recuerda muchísimo a casa a pesar de ser al otro lado del mundo. Allí, un taxi es cualquier carro. Allí, si te ven perdido en la calle te ayudan. Los latinos compartimos con los rusos ese caos tan espontáneo que vuelve la vida interesante, sin pensar en reglas ni en leyes. Si se quiere se puede, punto.

Una noche salimos con los amigos de Amie que nos llevaron a unos sitios hipster cerca del palacio del Hermitage. Son antiguas residencias de los nobles que han sido reconvertidas en pequeños restaurantes, bares etc.. y el dueño del bar tenía puesta una bata de médico y empezó a tocar piano. Una experiencia un poco extraña pero no inusual en esta ciudad tan artística. Al parecer Moscú y San Petersburgo tienen una gran rivalidad pues los Moscovitas tienen la reputación de creerse mejores (como la gente de cualquier capital económica) y los petersburgueses tienen la fama de ser ultra intelectuales y artísticos, los raros del paseo. Vale resaltar que San Petersburgo es una ciudad ultra diversa y se ve gente de todas partes de lo que solía ser el antiguo bloque soviético, así que hay rostros super interesantes así como restaurantes de lugares que nunca había oído nombrar con comida espectacular. El día en que nos ibamos habíamos pedido un Uber para que nos llevara a la estación. De repente llegó un carro viejo, una Lada que andaba a medias y que debería estar en la chatarrería y yo que siempre cojo Uber me sorprendí. El conductor tenía cara de raro, además eran las 4 a.m. Nos dijo que nos cobraba 600 rublos para llevarnos a la estación y yo le dije que se fuera, en español. El tipo al parecer entendió y se fue y dio la vuelta a la manzana para luego decirme que me cobraba 400 rublos. Le dijimos que no y luego dio otra vuelta a la manzana y bajó el precio a 200, en ese momento nuestro Uber llegó en un carro nuevo y de cierta manera me arrepentí de no haber probado la experiencia, quién sabe tal vez tendría otra historia interesante para contar en el blog.

Definitivamente una de las mejores cosas de vivir en Helsinki es poder ir a Rusia tan seguido y sin visa. Siento que hay tantas cosas que descubrir sobre un lugar con tanta historia, tanta arte y que siempre ha sido una especie de sueño platónico para mí. Los finlandeses no entienden porqué me gusta tanto ir a Rusia, y probablemente nunca lo entenderán. Mientras tanto seguiré gozando de mi privilegio de no necesitar visa para regresar una y otra vez.

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